Atravesar el espejo

«Cuando te falten las fuerzas y tu orgullo se quede sí respuestas, confía. Sentirás una gratitud estremecedora».   Cuando los ríos cuentan. Consejo 19

La mujer que soy, con sus actuales vínculos y sus amores presentes, regala hoy una frase a la que fue. Viene de la mano de Mali Ka. La llevo en la boca desde hace días, como un caramelo dulce: «Que el viento siempre sople en tu espalda, y que el sol brille en tu frente, y que los vientos del destino te lleven a bailar con las estrellas»No sólo el tiempo y los ríos son circulares, el amor también lo es.


El calor y los mosquitos hacen una suma pésima. No he pegado ojo en toda la noche, por eso a las siete de la mañana soy capaz de esperar sentada en unos escalones a que abran el bar de esta gasolinera. Tengo tanto sueño…

          No soporto la idea de que me pueda rozar la piel otro bicho y vigilo el aire en distancias cortas como quien espera un bombardeo y otea el cielo. Leo la revista que me regaló Yolanda, “The Walking Society”, una especie de monográfico en el que se vinculan los zapatos con los indígenas. Me miro los pies como por acto reflejo y me subo los calcetines hasta la rodilla.

          Leo que la diversidad biológica y diversidad cultural van unidas y que la amenaza de ambas pone en peligro la gran variedad de especies y ecosistemas; leo que la homogeneización podría llegar a terminar con la vida sobre la tierra. No es mi mejor momento para hermanarme con los mosquitos y cambio de texto. Para los indígenas no existe la propiedad privada porque no se sienten dueños de la tierra…Levanto los ojos buscando mi propio discurso. No hace falta remitirse a otros continentes para recordar que también la civilización occidental existió miles de años antes que la propiedad privada. Hago un silencio, me ratifico y otra vez me zambullo en la lectura: Usan materiales del lugar y las formas son suaves, adaptadas al ojo humano y al entorno natural. Sobre mí, el azul empieza a adueñarse del cielo. Veo el Ebro de lejos, sé que la naturaleza es irregular y tiende a la armonía y que la mente humana es capaz de romper ese equilibrio y crear nuevos cánones de belleza…

Pueblo pobre, pueblo rico

          Esta lectura en olas no hubiera sido posible hace un mes. Existe gracias a mis polémicas con los mapas, a mi escucha atenta del Ebro, las negociaciones con el cuerpo, las múltiples preguntas al horizonte, las respuestas insospechadas de los desconocidos…

          La barra del bar despierta con lentitud de la mano de una jovencita vestida de uniforme. Me invade el sueño… estoy en un dulce parque estrecho al que se asoman todo tipo de instalaciones, desde el embarcadero del club de regatas hasta el campo de fútbol, la piscina, la pista de atletismo, me rasco.

          Unas minúsculas placas dan nombre a las flores y plantas del camino se levantan sobre un césped bien mantenido (hybiscus, libocederus, sequioia, fatsia japónica…) parecen pequeños nichos de naturaleza muerta. No sé si he despertado. Una anciana me muestra sus varices como si fueran medallas (fruto de cuarenta años al frente de una tienda de comestibles). Su marido insiste en que las tierras de Lodosa se están muriendo, eso mismo les paso a las suyas, que rodeaban la ermita de San Gregorio. Las tuvo que abandonar por falta máquinas… las parcelas son pequeñas y no hay nadie que se anime a unir sus terrenos porque no hay braceros que quieran trabajar por poco dinero. En cambio (dice señalando con la barbilla los huertos del otro lado del río), los de Alcanadre hacen monocultivo “tras la estación de féculas y los abejares”, aunque algunos alternan lechuga, borraja…como Félix. Ahora resulta que la “hermana pobre” es un referente también envidiable para los de Lodosa. Había olvidado que los ricos también tienen su versión de los hechos.

          En los sueños todo ocurre a otro ritmo, es posible que el aire sea agua o que los árboles hablen. José Luis se apellida Encina, como el inmenso árbol que crecía junto al que fue el apeadero de la barca. Su copa era tan frondosa, su tronco tan imponente, que todos los novios querían fotografiarse junto a él tras la ceremonia de bodas. Fue su mudo maestro de ceremonias durante años, bendijo a los recién casados con su sombra.

El Ebro al otro lado del espejo

          Hasta ahora las historias como ésta sólo aparecían en mis sueños, junto a geografías imposibles y arquitecturas absurdas, incluso es posible que en ellos aparezcan carteles como éste: “Comunidad foral de Navarra”. Junto a él, toman aliento dos viejos ciclistas, enjutos músculos embutidos en majots amarillos. Los dos coquetos me cuentan que aquel retazo de piedras que se levanta cerca de uno de los tres espantapájaros que unen Lodosa y Mendavía. Se trata del “puente de los moros”. Reviso el roquedal. Efectivamente, es un acueducto pulcramente reconstruido. Según la pareja de ciclistas, lo levantaron los romanos para llevar agua hasta Calahorra y allí estuvo impertérrito, durante siglos, hasta que alguien lo rompió con el tractor creyendo que eran puritas piedras:

          – “Me cago en… estaba bien duro casi no lo “pidía” romper la máquina”.

          Hasta ahora todo lo vivido bien podría formar parte de la trama de “Alicia a través del espejo”. Espero que la reina de corazones aparezca de un momento a otro ante mí, o una pequeña nota que me diga “cómeme”, pero lo que encuentro es otro cartel que sólo dice: “Estella, 32 kms”. Se me dispara la memoria. Hago cálculos. Debió ser en el 98. Entonces tenía un salario fijo, formaba parte de un equipo de periodistas de investigación. Intento recordar el contenido de aquel pacto, firmado por PNV, HB, EA e Izquierda Unida, entre otros. Se inspiraba en el acuerdo de paz en Irlanda del Norte; entendía el origen y la naturaleza política del conflicto y contemplaba el diálogo sin condiciones previas entre las partes implicadas. Creo que reconocía el derecho de autodeterminación de los ciudadanos vascos, aunque no sé si de manera explícita. Lo que no recuerdo es por qué fue en Estella. Lo único que sé es que no llegó a buen fin.

          Es el bullicio del mercadillo callejero el que definitivamente me pone en mi sitio. Camino entre amas de casa, que se hacen un sitio entre los puestos. Las calles anuncian conservas del piquillo, de alcachofas y de espárragos de Navarra; unos las fabrican y otros las venden. En una fachada alguien anima a comprar estos productos locales con eslóganes como  “de la nata a la lata” o “asados con carbón vegetal”. Todo esto es verdad, aunque parezca ás un mercado persa: manteles, ollas, objetos que nunca metería en mi mochila, frutos secos, ropa… En una esquina un anciano comenta a otro que las conservas tiñen el río en ciertas épocas del año, la industria mancha sus aguas con el jugo oscuro de la alcachofa y deja un rastro largo: de abril a junio el río se tiñe de azul oscuro. Las alcachofas solidifican el cielo.

Por mucha Walking society, yo no quiero andar

          Cuando vuelvo a la revista el sol está en la cumbre del cielo. La “Walking society” parece que no ha dejado de relatar en todo este tiempo. La encuentro en pleno discurso: “Ten equilibrio en todo. Camina recto detrás del arado” (Evan T. Pritchard, de su libro,“Piensa con el corazón”). “Me gustaría no olvidarme del herido cuando denuncio, ni olvidarme de quien lo ha herido cuando le estoy curando” (Jaume, un sacerdote que se declara homosexual y trabaja en Mallorca con toxicómanos al margen de las instituciones). “¿Cuándo se ha de producir la reinserción del marginado?. Cuando ya se ha curado, cuando sea un buen chico. El gran reto, que no se quiere encarar, consiste en encontrarnos un hueco en esta sociedad como lo que somos. El marginado como marginado, el ciego como ciego, el sacerdote como sacerdote. Todo el mundo ha de ser lo que es. No hay que crear ghettos, enviarles profesionales, curarlos, pintarlos y sacarlos de ahí” (el mismo Jaume).

          No quiero andar. ¿Qué hago?. Me tiro piedrecitas delante de mis pies y sigo su pequeño rodar. Camino como si mis ojos estuvieran en el dedo gordo de mis pies. Me fijo en el ras del suelo. Me entretengo en la orografía de cientos de tomates colorados desparramados en un margen del camino; su piel podrida, reventada por el sol junto a una plantación de neumáticos de coche, naranja, marrón, arrugas tersas, olor a vaca, su lecho es una larga lengua de gravilla. Al salir de la finca leo un viejo cartel: “Puesto de malviz. Caza sembrada. Entrenamiento de perros”. El aviso pertenece a un universo tan alejado del mío que me invade un extrañamiento poético.

          Neumáticos, casonas abandonadas y carteles del mismo tipo me acompañan hasta el interior del “Barranco de Sartaguda”. Realidad y ensueño van hoy de la mano. Me acompaña un paisaje desolador de troncos secos y rotos. Me cuelo en una presa la sensación de haberme perdido en un pensamiento por terminar, en un texto olvidado, en los huecos blancos que quedan entre palabras a medio escribir. Camino por un texto descartado. El barranco seco está rodeado de melocotoneros y almendros que nacen espontáneamente (la inspiración siempre da sus frutos, aunque sean absurdos); retumban los tiros a los lejos. Me deshilacho. Ato la mirada en el extremo de la carretera nueva por la que paso. Sartaguda hace de zanahoria tras la que voy y cruzo el Ebro como un animal busco agua con el hocico. Es él quien me lleva a la cafetería de una piscina municipal. Son las 16,00. Me doy al azúcar del refresco y a la sal de las patatas fritas, me descalzo, pongo en remojo las frutas que he robado por el camino y me abandono al alivio. Mi mirada es corta y se pierde en los pequeños detalles del salón. En una de las mesas del fondo veo un pequeño objeto abandonado. Es un libro. Por supuesto, me acerco, arrastrando los pies. Se llama “leyendas de la Rioja”. Lo abro al azar. Leo:

          – “¿Ónde vas?.

          –  A por hornija pa,l pan.

          –  ¿No es mejor que lleves la salma en vez del serón?.”

Chuches y leyendas

          Sin moverme de su sitio juego con él y le hago oráculo.(una mancia a la que acuden incluso poetas excelsos como Gonzalo Rojas). Quiero saber qué estoy haciendo. Abro el libro y la frase que me asalta es: “El cachibirrio de Hornilla gritó a sus convecinos un verso”. No entiendo el mensaje y vuelvo a preguntar. Esta vez dice que  los curas del pueblo llevaban un “libro de Matrícula de almas” en el que registraron dos imágenes de la virgen que se habían incorporado a la iglesia recientemente, como dos seres vivos más.

          El texto termina atrapándome por su lenguaje. Sus páginas son terrenos con frutos desconocidos (“cernedora”, por ejemplo), insultos que nunca pronuncié (“Calla, so abanto”), formas de ver la vida (uno de los autores dice que ha de “urdir el escriño de este relato” y por el contexto entiendo que habla de la red de mimbres que forman un cesto). Hinco el diente a alimentos que mi boca nunca ha probado (“Prepararé para los lambiones rosquillitas, tortas de anís, sobadas con chincharras, preñaos…”) y situaciones que no logro imaginar (“L yasa rugía en el Iregua y el granujo helaba los rostros”).

          Y, una vez más, me vuelven a contar el nacimiento del Ebro:

          “Cuenta la leyenda que Túbal, hijo de Jafet y nieto de Noé, en torno al año 2800 de la creación del mundo, atravesando el Mediterráneo con excéntricas naves de Oriente a Occidente, en las cercanías de las costas de Cataluña, donde se encontraba la desembocadura de un río, cerca de Tortosa, sintió que perdía el control de su embarcación y que era impulsado hacia el interior de la península por las misteriosas corrientes de ese río, el Ebro. Sin dominio alguno de la nave, lo dejó todo a los designios divinos y así siguió remontando fácilmente la corriente hasta alcanzar un valle que cegó sus ojos por su belleza. Se trataba de Varea”.

          A las 18,00 dejo el juego y vuelvo a la ruta pero estoy atrapada en mi misma, algo me pesa y no está en la mochila. Rebusco en ella mi gorra. En esas estoy cuando me aborda Mohamed, de 35 años. Ha nacido en Argelia, su familia reside en Orán, desde hace tres años vive en Benidorm como obrero de la Construcción pero en verano viene a la zona para recoger el melocotón, luego la pera, la manzana y , en septiembre, en Mendavía, la uva. Trabaja de ocho a dos y de cuatro a seis más o menos, gana 900 por hora, al día unas 7.500. Yo no le pregunto nada. No le doy pistas sobre mi ruta ni la razón por la que he aparecido ahí, con la mochila llena de polvo y el pelo revuelto por el sudor, pero le escucho. También él es una sorpresa para mí.

Entre el techo de Mohamed y la ikastola

          Mohamed sigue con su presentación: forma parte de un grupo que ha ocupado una fábrica abandonada donde han levantado sus viviendas, se trata de un lugar al que vuelven cada año de modo que poco a poco van haciendo el lugar más habitable, hasta el punto de ganar en luz y en gas. Allí viven unas 30 personas, la mayoría de Argelia, aunque algunos proceden de Túnez. Los rumanos vienen de Logroño cada día en coche.

          Le observo. ¿A qué mundo cree él que pertenezco? ¿Al de los bañistas, que en agosto se dejan llevar dulcemente por las horas, o al de los agricultores, para quienes ésta es la época del trabajo más esclavo?. Ahora habla sobre el reparto del petróleo en su país. Mohamed insiste en que la riqueza de la tierra no se corresponde con la miseria de sus gentes. También me explica de que la familia real de Marruecos está mezclada con el negocio del hachís. Es entonces cuando suelta lo que llevo esperando desde que empezó: me invita a su cuarto (y aclara que tiene uno para él sólo). Me dice que el año que viene levantarán un campamento para los temporeros pero por el momento se trata de una antigua fábrica ocupada. Me pregunta si tengo novio, me avisa que está soltero y se interesa por saber si saldré esta noche. Le digo que no.

          – “¿Y el domingo?”.

           Sé que hoy dormiré en Sartaguda pero no voy a hacerlo al aire libre. Mohamed se queda junto a la cabina de teléfono en el que ya esperan otros dos emigrantes. Ahí tercia una conversación en su lengua y yo aprovecho para perderme. Escudriño Sartaguda en busca de un refugio. Sus casas son simples. Por primera vez veo ikastolas y me doy cuenta que aún no he escuchado hablar en euskera.

          Entro en el bar de la plaza del pueblo sin haber encontrado mi sitio. Me siento mal. Lo que al principio me parecía “interesante” en este viaje (dormir donde me dejan, pedir agua, regalar amabilidad) ahora me echa para atrás. Ponerme en las manos de los otros es un ejercicio de confianza que me abochorna. Al principio me pareció un juego simbólico, ahora me pringa, pasa por mi carne, me da o me quita el alimento, el alivio, el sueño…Aún así, lo digo:

          – “Necesito un lugar para dormir, sólo dormir”.

          Y precisamente a quien he interpelado es el alguacil. Cuando me propone que pase por su casa a eso de las 21,30 para tomar las llaves de una de las ikastolas, casi lloro. Una hora y media después me encierro en mi saco, por fin cerraré los ojos de verdad. Antes, escribo en mi cuaderno las palabras que cuelgan en las paredes. A cada una le corresponde un dibujito: toalla=eskuzapia, lavabo=konketa, jabón=saboia, ducha=garastaillua, champú=txampua, aseo vestuario=dutxann eta aldapelau…