«En la naturaleza las formas hablan del proceso; tu cuerpo explica tu forma de entender la vida, La locuacidad de un desnudo»   Cuando los ríos cuentan. Consejo n. 10

Los caminantes saben del hambre y de la buena gente. Fueron 43 días andando. El camino fue una universidad.

Las cejas del molinero

Las golondrinas sólo son líricas en los poemas. Sus excrementos y egagrópilas (restos indigeribles que expulsan las aves, según he aprendido de los apuntes de Julio) convierten el suelo un estercolero en el que las pulgas se mueven a placer. Ahí he dormido y sin embargo, no me doy prisa por abandonarlo. El cuaderno del profesor hace de imán. Me doy cuenta con su relato que llevo diez días caminando junto a zorros, gatos montés, tejones, ratas de agua, jabalís, corzos y ovejas. En mis manos tengo sus huellas perfectamente dibujadas a lápiz, marcas de alimentación, escamas, refugios… Asumo que respiro, convivo y duermo, entre alimañas. Preferiría seguir en la ignorancia, pero no puedo dejar de mirar los dibujos. Me detengo en las egagrópilas del cuervo, el halcón peregrino, el ratonero, el cernícalo, la garza real, el cárabo, el buho real, lechuza común, mochuelo…, en las heces de las musarañas, ratones de campo, topos, ratas, erizos, comadrejas… Estoy imaginando un paisaje que nunca encontraré porque no sé verlo.

          Cada vez me rasco más. El reloj da las ocho. Dos pesas y sonería marcan las horas y las medias con precisión, como si a pesar de todo no se creyeran que la cuerda dura seis días y que hace ya 30 años que se reparó. Echo agua fresca en las picaduras de mis brazos que ya apuntan maneras de heridas, luego empapo una pierna, la otra, la cabeza entera.. La fuente del pueblo hace de ducha pública y en ella chapoteo, obviando a los labradores que ya ponen en marcha sus vehículos. Me siento invisible. Después, hago de la plaza mi particular comedor y desayuno el último trozo de queso con el pan que ayer me regaló la vecina. Un par de obreros rehabilitan uno de los edificios.

          A las 8,45 Quintana sigue durmiendo. La arboleda de la vega se presenta en silencio a lo lejos. El Ebro se ensancha y los pájaros se adueñan del lugar.

          El río no parece tener dueño. Contagiada por lo apacible, llego casi paseante a Pangusión. Un hombre atractivo pasea con su hosky y otro perro negro de orejas largas, va de paseo con su niña rubia de la mano. La nena lleva un ojo tapado. El hombre me indica el camino que he de seguir para llegar a Bárcena. Nos miramos un minuto de más. Sonrío de lado. Traga saliva. Seguro que es un buen amante, lo intuyo por la forma en que tiene de alargar cada gesto. Noto su deseo. Le brota, se relame y lo deja ir.

          El lugar rezuma la asepsia de las zonas residenciales, donde la tierra no da de comer sino que es entretenimiento de sus propietarios. Las gallinas y los patos merodean entre el césped de una de las viviendas.

Todo comienza con una sirena

          Isaac Salazar hace un alto en su trabajo, tocado con sombrero de mimbre y hazadilla en la mano. El mira y soy yo la que inicia la conversación:

          – “¿Qué hace usted con las moscas?”.

          – “¿Matarlas?… aunque luego vendrían las demás al entierro”.

          Nos hacemos intercambios de preguntas.

          – “¿Es usted eso de…?”.

          – “¿Ecologista?” (me adelanto).

          Imagino que identifica mi mochila con la de aquellos que han participado en las numerosas marchas contra la central nuclear que está a punto de aparecer en el horizonte: Garoña.

          – “¿Y usted?”.

          – “Yo planto puerros… para comerlos en casa. Nací aquí pero vivo en Vitoria”.

          – “¿Le beneficia al pueblo tener una central nuclear tan cerca?”.

          – “Bueno, a los dos o tres que trabajan allí, el resto… pues digamos que quizá haya más malo que bueno porque hay muchos que no quieren venir por lo de la radioactividad”.

          La central se levanta en el siguiente meandro del río. Probablemente el lugar fuera elegido porque el propio curso del Ebro aísla las instalaciones. Sólo los carteles anunciando el plan de emergencia nuclear corroboran su existencia. Anuncian que en caso de un escape nuclear el lugar de reunión está frente a la iglesia.

          – “¿Les han evacuado alguna vez?”.

          – “Nooo. En donde yo he participado es en un ejercicio. Hará unos dos años, por estas fechas. Lo hicimos con otros pueblos, porque aquí en invierno no somos más que unos seis habitantes”.

          Le tocó huir del hipotético peligro en autobús, aunque había también una ambulancia y un helicóptero a disposición de los afectados, pero esa fue su suerte. Terminaron en Trespaderne. A medida que me da datos me siento más insegura. Garoña es la segunda central nuclear más antigua de España y el tiempo pasa y mina todo y… ¿Cómo que le evacuaron en autobús?, para eso yo me cogería el coche y me iría lejísimos. ¿Por qué refugiarse en Trespaderne y no mucho más allá?. Le pregunto.

          –  “Todo comienza cuando suena una sirena”.

          – “¿Imagina que ahora va y me toca a mí?”.

          Se ríe pero yo no, la certeza del peligro me pesa como una losa. Entiendo la reacción de algunos vecinos cuando anunciaron que aplazarían el cierre de la central diez años más: protestaron con fuerza y sin suerte. Mis temores le resultan divertidos. Isaac es incombustible. Le digo que hace unos años un camión que transportaba material radioactivo tuvo un accidente en Sobrón. En aquella ocasión la radioactividad alcanzó unos niveles 10 veces mas altos de lo que en un principio reconoció el propio Consejo de Seguridad Nuclear.

          – “¿Pero pasó algo? ¿No, verdad?. Aquí seguimos. No murió ni uno”.

          Le comento la desaparición de los frutales de Cereceda. Asegura que son leyendas y prefiere contarme que tampoco ellos beben del Ebro sino de una fuente construida hace ciento cincuenta años por la que brota un manantial; es la que alimenta el lavadero y el abrevadero donde se han instalado dos truchas.

La sala de espera de la central nuclear

          Pronto el camino vuelve a requerir toda mi atención: encuentro el sitio exacto en el que el Rudrón se une al Ebro, como leche verde bajo un pequeño puente de hierro y madera. Nada más entrar en Bárcena del Barco me encuentro con Cotu, un jabalí de tres meses que ha salido escopeteado de la hacienda de su dueño entre los vítores de un par de niños. Su amo está regando en un rincón de su jardín para hacer la “piscina de barro” a la mascota que encontró en el monte y que están criando a base de biberón. Cotu  embiste con el morro cualquier objeto con que se tope, se seca en las piernas de los niños, se cuela en haciendas vecinas… mientras todos ríen, desde el amo, en la calle, mientras le da a la manguera, a su esposa, dentro, desde donde adivina sus movimientos por nuestros comentarios.

          Bárcena, que aún no se ha despertado de las fiestas, parece construido sin orden ni concierto. La central y sus grandes torres dominan sus límites del este del pueblo. En el último edificio del pueblo un antiguo cartel indica “Cámara”, el apropiado apellido de la familia que regenta el pequeño supermercado. El padre de las dueñas se dedicaba al transporte y, para completar el negocio, abrió la tienda y sus cámaras después de que hubiera construido la casona. Les sorprende mi aspecto y el hecho de que camine sola. Me cuentan pequeñas historias, por ejemplo que el nombre del pueblo se debe a que había un barco “que cruzaba de aquí al Sopellano” (Garoña). Algunas de las clientes recuerdan haber visto cómo traían en él las patatas y otros alimentos. Luego hicieron un puente pequeño, estrecho, y más tarde el grande, para la central.

          La central nuclear se encuentra muy cerca, en la península formada por el meandro del río, que rodea la central para refrigerarle con sus aguas. Ante ella, un modesto puente, del que sale un gran camión con gas hidrógeno. A lo lejos veo las instalaciones de Nuclenor (Endesa e Iberdrola), la empresa propietaria. Estaba previsto su cierre en 1996 pero lo prorrogaron por cuatro años más. Luego, en septiembre de 1999, el Consejo de Seguridad Nuclear volvió a hacer lo mismo, pero por diez años. Su argumento fue que así se daría seguridad a las inversiones que había realizado la compañía que la gestiona. Superado el plazo previsto de existencia, la central ha conocido graves problemas de agrietamiento en componentes esenciales para la seguridad, lo que ha provocado fugas que han contaminado el río.

          Camino por la carretera mirando el Ebro. Han “construido” un gran parque con vereda junto al agua, tramos de cemento y césped (que en grandes zonas está seco, quizá por las grandes temperaturas que alcanza el agua a su paso por la central). En la orilla por la que camino el cultivo del cereal también está especialmente ceniciento.

          A la altura del kilómetro 18, la carretera y el río casi se lamen. Busco una sombra que no encuentro. Me han avisado que, cuando cruce el primer puente, estaré en Álava, será la cuarta provincia que cruce andando. Preservo mi hambre mirando el cielo, donde hierven las nubes hasta teñirse de plata. Me propongo descansar en San Martín de Don, para el que me quedan unos tres kilómetros, porque allí empieza mi nuevo mapa. Miro la fecha: 1953. Confío en tener más suerte que la que tuve con el del 57. Una brisa caliente eriza el embalse, que parece llevar la contraria a la corriente.

¿Son así los saltos cuánticos?

          De pronto oscurece. Fantaseo que he dado un salto cuántico y lo que era azul hace unas horas ahora es gris porque no es éste el mismo año. Quizás fuera así el mundo en el año 53. Juncos y árboles secos en el medio del embalse, la carretera cortando una de las esquinas del río, sin coches… Miro hacia atrás. La iglesia de Santa María de Garoña muestra, inocente, sus dos naves de arcos góticos, como si todo se hubiera olvidado, como si realmente todo esto estuviera ocurriendo antes del 66, año en el que construyeron la central.

          El aire me fríe. De San Martín de Don sólo veo los carteles que anuncian su proximidad junto a una caseta llena de pintadas, sillones quemados y basura, y el merendero de enfrente, cerrado por el cortafuegos. El anunciado convento de las Clarisas es un buen motivo para subir hacia el pueblo, pero eso significaría alejarme del río en un día de tormenta acechante, de modo que dejo el montón de leña que espera a ser recogida a mi izquierda y continúo mi viaje pensando en Tobalinilla.

          Más que andar, yerro, cruzo túneles borracha por el cansancio. “El hambre es muy triste” me contó un día mi amigo José Luis, que hace unos años se volvió experto en escasez sin él quererlo. “Y te da por cocinar mentalmente y los platos te salen siempre de puta madre”. Añadía, burlón. ¿ómo haría yo para despistar el hambre si no sé cocinar?. ¿Se puede ser feliz si no se sabe qué es la felicidad?. Ahora sé que un hambriento ignorante de pucheros imagina alimentos sin nombre, pura imagen. Inventa recetas y platos que nunca comió. Llega a ellos por el sabor y a partir de ahí construye una receta sin lógica. Llegan sabores mezclados, absurdos, como el arroz hinchado y medio frito que un día tomé en un chino y del que no me había vuelto a acordar; aguacate con remolacha, que no sé si es buena combinación. ¡Y un puchero de carne con patatas!, yo, que casi soy vegetariana. Y milhojas de bacalao, de cuando un día leí con hambre un relato de Manuel Rivas. Llevo dentro un extravagante libro de recetas. Lo llamaría “salvavidas para ignorantes hambrientos”.

          Los tres obreros que custodian unas obras me dan la mala noticia: el puente no se puede cruzar porque están ampliándolo. Tobalinilla, el lugar que había elegido para mi descanso, queda frente a mí, cerca, pero intocable. Si quiero techo tendré que llegar hasta Sobrón, a seis kilómetros.

          Sonrío, para ver si la relajación puede empaparme, de mi boca hacia abajo, como un adelanto de la lluvia que amenaza desde el cielo. Intento disfrutar del paisaje e invento que los túneles son ojos en la roca, ventanas enormes al río. Las aves rapaces llenan los acantilados que abrazan el Ebro y en la orilla de enfrente destacan las encinas, robles, hayas… El desfiladero de Sobrón es bellísimo y sus cortados rocosos consiguen calmar mi ánimo.

El hambre de la central

          Sobrón no me convence. Es demasiado grande como para encontrar un lugar seguro donde dormir al aire libre. Veo dos molinos viejos que sirven de pequeña central eléctrica, dos paredes hundidas en el río, hoteles abandonados, un camping cerrado, chalets, numerosos turistas en merenderos a pesar de las nubes, una central de Iberduero a mi izquierda. El Sobrón original mira estas construcciones desde arriba, medio abandonado. Llevo la mirada puesta en el cielo o en el río que se asoma a mi derecha, es decir, siempre en el agua. Un coche frena pocos metros delante de mí. Paso delante de él sin hacerle caso, pero el conductor insiste. En marcha y desde la ventanilla me explica que me vio esta mañana cuando iba hacia Villarcayo y al encontrarme aún andando, bajo un cielo tan gris, ha decidido pararme.

           Le miro a los ojos con tremendura, como los habitantes de Cortiguera y él resiste la mirada. Tres segundos de silencio y acepto: por el cielo encapotado, por mis pies deshechos, por su amabilidad, porque la carretera que lleva a Puentelarrá lame el margen del Ebro, porque serán sólo 3 kilómetros y porque no he parado realmente desde que dejé Bárcena del Barco. Tras la desembocadura del río Omecillo, paramos junto a una gasolinera.

          Un rayo cae sobre la pequeña central eléctrica que da al cruce. La tormenta se reafirma con el siguiente trueno. En las puertas de la casa de la guardia civil juega un niño con un triciclo y enfrente, al otro lado de la carretera, la biblioteca municipal se me ofrece con jardín, tejadillo, fuente… Me tranquiliza saber que ya he encontrado mi cueva. Pregunto al guardia que sale por un bar. Me encamina hacia “La pilastra”, una casona que mira al Ebro. La tormenta ya es una manta de agua. Nada más entrar la mujer me asegura que no tiene habitaciones libres, tampoco las quiero. Un hombre espera en una de las mesas. Es grande, gordo y cojo, tiene unas cejas amplias y frondosas que sirven de techo a unos ojos brillantes y cansados. Ya ha cumplido los setenta y seis. Se llama Lázaro y ha sido molinero. Soltamos frases desabrochadas, sin pamplinas. Las primeas versan sobre los molinos que hasta hace unos años se multiplicaban en las orillas del Ebro.

          – “Molían comida para los animales de labranza, por eso había tantos”

          Lázaro recuerda algunos nombres: “Camajón”, el molino de agua, en la orilla de Burgos. “Trambasaguas”, en el cauce con el Omecilllo, que también funcionaba con agua y que producía corriente gracias al alternador (“daba luz a Alcedo, Lecillana, Caicedo, Comunión…”). El de su hermano, en Berguenda, del que hoy sólo se conserva el alternador, que aún da energía. El “Bachicaro”, que estaba pegado a la carretera, junto a la central, y que era comunal. Y otro sin nombre en su memoria, que estaba frente al de Bachicaro y no funcionaba cuando él era pequeño y que en su lugar Iberduero puso uno eléctrico, lo que cambió definitivamente la vida del pueblo…

          – “Calcule: Habían tres relevos en la central, cada ocho horas, y eran unos cinco trabajadores por relevo, más el jefe más los de líneas…”.

La buena gente

          Al calor de la central, que proporcionaba viviendas a sus empleados, llegaron a crearse hasta 24 parejas. Mari Ángeles, la nuera de Lázaro, interviene, un poco alterada. Defiende que las cosas han cambiado “con eso de la alcoholemia” y que los conductores sólo se animan a tomar una copa de vino o una cerveza. Pone un ejemplo: una botella de coñac dura a veces hasta un mes.

          – “Dame un obrero y no me des a un rico”. Sentencia Lorenzo, antes de explicar que su clientes consumían como si fuera a acabarse el mundo.

          – “Eran buena gente y si no tenían, pedían fiado pero al final todos pagaban”.

          Según él, los obreros de Iberduero bebían porque llevaban una vida muy dura. Muchos se habían ido de sus casas… Mari Ángeles vuelve a interrumpir.

          – “Y luego está que los del pueblo no dejan nada porque les queda lejos, sólo los domingos se animan a llegar aquí, para comprar la prensa y se toman un vermú, unas banderillas… y se van”.

           Ésta nunca fue tierra de labradores, de modo que el negocio tuvo que adaptarse a la evolución de la central. Así, fue molino, almacén y bar hasta que los avances tecnológicos diezmaron la plantilla y la familia de Lázaro tuvo que dar un giro al negocio, como en su momento hicieron sus padres: levantaron un molino, éste, cuando Iberduero no existía en su universo y como tal funcionó hasta que las piedras dejaron de rendir. Entonces la nuera de Lázaro recicló el negocio, dedicándole exclusivamente a la hostelería. Aún así, conservan parte de sus herramientas, que hoy adornan el hotel, como las piedras de moler trigo que salpican la fachada.

           Las espesas cejas de Lorenzo se levantan, se arquean, se juntan o separan del entrecejo, enmarcan cada historia con dulce cadencia. Ahora toca recordar uno de los momentos de gloria del molino, cuando instaló uno francés con el que empezó a hacer cerveza que luego vendía a la marca “El oro”, de Bilbao, Llegaba a moler 12.000 kilos por semana y hasta 18.000 kilos. La cerveza también se enviaba en verano a Madrid.

          – “Como hace más calor allí, sacábamos cerveza menos rica para que no diera tanto grado”.

Tormenta… ¿Eléctrica?

           Una vez más, la tecnología le arrebató el negocio, llegó una maquinaria mejor y “”El oro” pasó a manos de la “Skol”. Lorenzo me hace viajar más con cada una de sus frases que mis destrozadas botas. Ahora le llega el turno a los Baños de Sobrón.

          – “Era agua de Sobrón y Sopartilla, y procedía de un manantial. En el otro lado del río había una roca con verjas y de allí se tomaba el agua, pero ya no funciona. De este lado era agua de Sobrón. El puente sólo era para personas y algún animal y también servía para ir a Villanueva-Sopartilla. No sé si lo ha visto, pero frente al hotel hay un manantial de agua que sale caliente. Antes era una gruta que manaba a todo lujo. Eso era antes de ir yo a la mili. Tuvieron que medirme el pecho tres veces porque no había trajes para mi talla. Pesaba 91 kilos y mido 1,75, figúrese. Cuando terminó la guerra los alemanes subieron a los baños y estuvieron allí otros dos o tres años más, junto con los italianos. Vivían bien. Estuve sirviéndoles cerveza y de todo. Yo creo que estaban allí antes de la guerra… el caso es que cuando se deshizo el campo de concentración de Miranda, el balneario fue de mal en peor. El campo de concentración se cerró tres años antes de morir Manolete, que fue en el 47”.

            Los extranjeros que cruzaban clandestinamente los Pirineos para llegar a Africa del Norte eran enviados al campo de concentración de Miranda de Ebro. En el 38 eran 166.000 los presos en los más de 100 campos de concentración que había en toda España. En el 39 sumaban 237.000. Por el de Miranda desfilaron entre 350.000 y 500.000 detenidos. Después de la guerra, Franco recluyó allí a quienes huían de los nazis (canadienses, norteamericanos, checos, israelíes, austriacos, belgas, holandeses, búlgaros, franceses…). Primero pasaban por la cárcel de Jaca y luego les trasladaban a Miranda. Con el tiempo, muchos eran deportados al norte de África (Argel o Casablanca) y algunos pasaban previamente por Málaga.

          Intento entender cómo sobrevivió Lorenzo a la guerra, pero ya habla de la destartalada cabaña de San Martín de Don por la que pasé hace unas horas. Él fue su celador, servía para controlar el paso de comida de Álava a Burgos, sobre todo de vino, alcohol y la pitanza de los cerdos.

           – “Dejó de funcionar hace más de treinta años. Todo cambia, incluso las Clarisas, que han arreglado la iglesia lavando la ropa de la central, del comedor y los médicos”.

           ¿Tomarán las monjas medidas contra la radioactividad?.

           Las enormes cejas de Lázaro me acompañan mientras deshago mi saco a escondidas. El pueblo duerme mecido por la lluvia. Un hombre se acerca. Los aspersores se ponen a regar el jardín. Llueve dos veces sobre la misma hierba. El hombre me alarga un trocito de papel con un número de teléfono. Se trata del guardia civil al que pregunté por el bar esta tarde, no le reconocía sin el uniforme. Se está poniendo a mi servicio.